Cinco, dieciséis
Alf, como le llamaban, tenía una especial virtud: estar en el lugar adecuado. Le parecerá un poco sinsorgo pero piense en la cantidad de veces que ha dicho en su vida: “si hubiera estado antes…” o cosas así, y reconocerá que tener ese punto de exactitud en la vida tiene mucho interés. Alf lo tenía. En su lado personal en especial, al conocer a su señora, Mercedes, con las cosas de la familia y con su profesión y su ocio, que uno sigue sin saber dónde empieza uno y acaba el otro.
Quizá sea la pericia de quien sale a pescar a primera hora de la mañana, siempre a la misma. Salvo en los días que Poseidón decide que no está para muchas monsergas y se revuelve como si hubiera tenido una mala noche. A Alf le bastaba asomarse un rato a su diminuta ventana del baño que da a un recodo de la playa, y simplemente se decía “sí, voy”. A partir de ahí puede imaginarse qué sucede. Digamos que premio seguro. Y no vengamos ahora con nimiedades de si es pequeño, grande, feo o estupendo. Alf respondería siempre con su sentido común a cuestas, “bueno, hay que estar ahí”.
Llevaba días sin ver a Cruz. Una especie de vara de medir del estado emocional del día. Con Cruz coincidía cuando ambos iban a su punto exacto, él a medio camino entre el paseo y los primeros en colocar su toalla en la arena de la playa, y Alf junto a las rocas del antiguo puerto, alejado también del paseo pero cercano a la salida para no perder tiempo al marcharse. Se veían, se saludaban, uno alzaba la caña, el otro mostraba su pincel y el día comenzaba de verdad. Ese hueco estaba desde hace días vacío, ausente y Alf intuía que algo no debía ir bien. Ese día Alf volvió a casa vacío y sin premio.