Dos, dieciséis
Parado. Inerte. Quieto. No fue un viaje fácil. La soledad se adueñó de él desde hacía ya unas semanas y continuó al subir al tren, en su asiento, sin compañía a su lado y apenas una señora mayor dos asientos detrás. Nadie más. Le quedaba aún un leve hilo de esperanza de volver atrás, dudando de sus decisiones, las mismas que le hicieron partir, las mismas que le hicieron dejarlo todo y marchar.
El cuerpo le tembló por un segundo, un aviso en forma de no puedes seguir así que le recordó a su niñez, cuando tuvo una vez más que partir con su familia en busca de una ilusión, de una promesa en forma de sonrisa que en realidad nadie en su familia creía. Aquella vez no hubo escapatoria y el paso de tiempo se obcecó en romperla en pedazos. Se salió adelante, con esfuerzo, pero cuando nada tienes, un logro minúsculo se convierte en el mejor trofeo que habita en las estanterías de tu vida.
Alzó la cabeza, nadie ya en la estación, una flecha en el suelo, desgastada de tanto ser pisada, marcaba la ruta de salida. Una salida que no era como aquella huída sino un obligado punto de salida tras tantas noches en vela, tras tantas mañanas sin amaneceres. Por fin llegó a la puerta, un par de farolas iluminaban la calle, otro par apenas pestañeaban, sin ritmo ni fuerza suficiente para alumbrar nada. Una voz, al otro lado de la acera: “Vamos que es tarde”. El semáforo se puso en verde. Ahora sí no había marcha atrás.