Uno, dieciséis
Al salir cerraba la puerta de casa con tanto sigilo que parecía que en ella aún habitaran sus hijas pequeñas, su refugio familiar. Lo tomó por costumbre para evitar con mimo el desvelo matinal. Ése que te cambiaba los planes en una décima de segundo. El silencio es un compañero fiel que te acompaña desde primera hora de la mañana, al despertarse, al recorrer el pasillo, cuando aún sorprendes al día al poner tus pies, en el suelo frío de la habitación. Era tan fuerte el deseo que no convenía alterar sus intenciones.
Siempre con los bártulos a cuestas, colocados de manera precisa, compleja a simple vista pero perfectamente situados para recorrer con ellos sin demora los apenas trescientos metros que separaban la puerta de la casa de la arena de la playa. Era un corto trayecto, lo suficientemente intenso para pensar en un tis-tas, un qué y un cómo, un posible resultado que tenía comienzo pero nunca trazaba un final. Llegaba a su destino, siempre al mismo sitio, a medio camino donde el final de las olas se esconden bajo la arena y entre el paseo ya concurrido a esa hora de la mañana con paseantes, solitarias, deportistas, despistadas, parejas de la mano, parejas con bastones, parejas sin hora.
El mismo caballete de toda la vida, un pequeño y cuadrado estuche de manera donde guardaba, con cariño y sin orden establecido, sus pinceles, lápices, botes de óleo. Colocaba el lienzo de algodón y comenzaba a trazar su pequeña historia compuesta de trazos y líneas de color, de ideas que se dibujaban conforme pasaban los minutos y de lágrimas que se deslizaban con suavidad por su mejilla al recordar todavía aquel dulce deseo de su mujer cada vez que le susurraba al marchar “quiero que hoy sea el mejor dibujo de tu vida”.