Once, dieciséis
Hacía un poco más de frío de lo normal. De un día para otro la temperatura ha bajado bruscamente, algo impropio a estas alturas del año. Y con frío pensar deja de ser algo que lo haces erguido y mirando al frente para tener que acurrucarte sobre ti mismo, como si mirases más dentro de lo normal. La noche anterior no dormiste como otras veces, llevas un tiempo que te cuesta conciliar el sueño. Lo bien que te sentías cuando decías eso de “la noche y yo nos llevamos bien, es como si me estuviera esperando para estar juntos de nuevo”, en esas noches en las que el tiempo hace sus arreglos en cuerpo y mente.
Miras hacia el otro lado de la playa, mientras dejas tus aparejos de pesca en tu sitio, ordenados y colocados para comenzar la función. Con este día que comienza apenas hay nadie, lógico te dices. Cruz, tampoco. Hoy no te sientes nada cómodo. Y no es la pereza al levantarte y mirar por la pequeña ventana y ver el cielo de un gris que no corresponde, no; ni tener que ponerte ese plumífero para frenar los días fríos en tu cuerpo; ni siquiera el primer café del día te ha sabido como siempre. Pasa un chico corriendo a tu lado, también abrigado, se oye un poco de música, te mira con esa común admiración del “te tiene que gustar, sí” y bajas la cabeza.
Te preocupa Cruz. Es una de esas interrupciones de la noche, de esos temas de conversación contigo mismo que no acaban de encontrar solución, de esas miradas que aunque no quieras, encuentran el vacío. Piensas que debías haber llamado a su casa pero como no te gusta hablar por teléfono, porque “no veo la cara que pones y eso aleja a las persona”, sigues con la intriga del no saber, ese mismo no saber que te cuenta tu Mercedes del alma, en medio de la noche cuando ninguno de los dos conseguís conciliar el sueño. Ves por cierto venir a Mercedes. A paso firme y eso tampoco te gusta. ¿Qué hace a estas horas por aquí?. “Alf, vamos a casa, corre”.
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