Trece, dieciséis
Son de esos espacios personales que se llenan de momentos reparadores e incluso a veces de ciertos resentimientos que se van entrometiendo que digamos, incomodan. Dejémoslo así. No es nada anormal, te podrás imaginar, pero suceden y en esas te encuentras con que las escapatorias si las llevas bien, no son tan malas. Por eso me gusta ir a correr, porque el sudor se transforma en nuevas ideas y el ritmo te guía por pensamientos que en otras circunstancias les daría pereza salir a la palestra.
Y es que a veces me da por pensar que no me porté bien. Justo cuando salgo a una de estas carreras que hago a trompicones entre semana. Cierto es que fue ver aquel collar tan de su gusto que me vino totalmente su manera de prepararse y de ser, que entré a comprárselo. A saber qué hay de malo en ello porque su cara precisamente de demasiada alegría no era. Y sí, puedo entender mi silencio, no responder llamadas y que las explicaciones fueran escuetas porque no quería llegar a hablar de ello. Tampoco lo puso ella nada fácil, poca ayuda. Vale, igual ayudar no es la palabra correcta pero cuando estamos en la brega continua de que cada uno busque y tenga su espacio con más frecuencia, pues llevó a que apenas había espacios comunes. Lo vio ella, lo vi yo. Pero di el paso.
¿Sigo acercándome o qué hago, me mantengo distante? Ni hablar de oportunidades ni nada por el estilo, que nos conocemos demasiado y en cualquier momento vuelve todo aquello y no quiero. La quiero demasiado pero no, no pienso abrir esa puerta. Estuvimos bien en la cena, costó, nos costó, más a ella creo. Y la entiendo, insisto, pero qué sé yo. Al menos una cierta tregua está abierta pero lo de que el tiempo sana es precisamente cuando duele algo y a mí ahora precisamente lo único que me duelen son las piernas de la carrera de hoy. Por cierto, ¿qué le habrá pasado a esa pareja de señores mayores, la del pescador de la playa, que se han ido a todo correr?
Si quieres, puedes leer aquí el resto de relatos