Quince, dieciséis
“Hey June” sonó como cada mañana a las 7.45h. Algunos días apagaba el despertador sin más, otros esperaba a que la canción acabase mientras se derramaban sus últimas lágrimas. Hoy era un día de esos. Se quedó recostada sobre su lado derecho de la cama, tapada hasta arriba con sus sábanas, por las rendijas de su persiana apenas entraban los primeros rayos de sol de un nuevo día que no tenía ganas de despertarse. Si era el momento de definir cuál sería el plan de este día, este era no tener plan. Como mucho que los minutos y las horas del día pasaran sin más y no ponerles freno.
¿Cuántas veces has deseado poder echar el tiempo atrás? ¿Volver, qué sé yo, un par de días atrás para que las cosas sucedieran de otra manera? Al menos que otras dudas, otros temores, otros impulsos empujaran las decisiones hacia algún otro lado. Lo de su padre era difícil, por no decir imposible, de parar, que fuera de otra manera. Si tuviera en sus manos la posibilidad de cambiarlo todo, lo haría. Verle así era el mayor dolor que siente una persona y comprobar que su padre estaba dejando de ser la persona a la que sin duda más admiraba de su vida era la mayor tortura. Ese “¿y tú, cómo te llamas?” que le dijo mientras salía del hospital junto a su hermana fue demoledor.
Un hilo de esperanza quedaba aún con aquellos planes imaginados con Yoel, después de sus últimos encuentros. Pero no encontraba fuerzas para retomarlos. Hoy no. Hoy quería imaginar aquellas mañanas cuando le llevaba un poco de almuerzo a su padre a la playa, aquellos paseos interminables contando hasta el más mínimo detalle de lo que le había pasado, aquella suave mano que se posaba y acompañaba en sus primeros trazos de escritura. No había sábana ni manta con las que taparse y encerrarse así para liberar todo aquello y que su padre, Cruz, renaciera como siempre lo conoció. Miró su móvil: “Hola cariño, llámame, necesito hablar contigo”.